“Hace unos doce años participé de una especie de laboratorio de proyectos que se hacía en Colón, Entre Ríos. Era un espacio muy interesante que lamentablemente ya no existe, donde acudían cineastas jóvenes con proyectos de toda América Latina, y había diversos tutores que ayudaban a avanzar proyectos, mayormente de ficción. Allí acudí cuando comenzaba con los primeros esbozos de lo que iba a ser el guión de Rojo, que terminó filmándose muchos años más tarde. Una de las tutoras que tuve ahí fue Marta Andreu, una profesora y documentalista catalana que me dio una devolución interesantísima sobre el material que yo había presentado. Como parte de su devolución, me insistió mucho, muchísimo, en que viera un documental que se llama East of Paradise, de Lech Kowalski, un documentalista polaco del que yo en ese momento no había escuchado hablar. Como era una de esas películas que no se consiguen, Marta me la pasó con un pendrive. Tardé algunos meses en poder sentarme a ver la película, recuerdo ese paso del tiempo porque recuerdo que cuando la vi hacía frío, y el taller había sido en verano. Vivía en un monoambiente de Villa Crespo y trabajaba cuatro días por semana como editor de un programa de televisión de cable donde recorrían restaurantes en distintos países. Por cierto era un programa que daba mucha hambre al editarlo. El quinto día de la semana lo había logrado dejar libre para dedicarme a mis cosas. Una tarde puse, finalmente, en la laptop, East of Paradise. Hasta el día de hoy, puedo asegurar con convencimiento que es el mejor documental que vi en mi vida. Con la ficción mis gustos han ido variando y son totalmente dinámicos. Pero en el documental, la fuerza de esa película fue tal, para mí, que quedó ahí clavada, en el podio, lejos de cualquier otra. Naturalmente, como con todo lo que te genera semejantes sensaciones, es difícil hablar de esa película y hacerle justicia, porque toda descripción quedará corta, cortísima. Puedo contarles que es un díptico, con dos parte a priori totalmente disímiles: la primera es un plano único, de unos cuarenta minutos o algo así, donde la madre de Lech Kowalski, sentada en un sillón cuenta, en polaco, su vivencia primero como prisionera de los nazis en el este polaco, y luego, su vivencia como prisionera del stalinismo en un Gulag en la región (entonces soviética) de Arkanghelsk. Cuenta que se escapó caminando del Gulag, siguiendo unas vías de tren, y que, tras infinitos trajines, logró llegar a Nueva York. Tal vez recuerdo mal, pero creo que cuando ella nombra esa ciudad, Nueva York, se produce un corte, y comienza la segunda parte del díptico, que ya no es un plano único en video, sino un montaje de archivos de súper 8mm. Uno se siente entonces totalmente perdido, frustrado, incluso, hasta que se empieza hilar la segunda parte, que va a contar primero, el comienzo de la cultura del skate en el Nueva York de los 70s, y luego, la llegada del Sida a esa comunidad que se reunía en la zona de East Village. A esa comunidad perteneció Lech Kowalski, y los planos de sus amigos haciendo skate en los setenta fueron las primeras cosas que filmó. Y cuando casi todos se enfermaron de sida los siguió filmando, hasta sus últimos días, ya en los ochenta, en sus camas de hospital. Creo que es una película sobre sobrevivir, que es, posiblemente, incluso más humano que vivir a secas. Al menos para algunos. Al menos para Lech Kowalski, y para su madre”.
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